Los trozos de
papel que constituían el anónimo habían hecho blanco en él. Había pasado la
noche en blanco, en blanco había encontrado su memoria cuando había escarbado
en ella y, cuando le hablaban, parecía haber dejado de comprender, se quedaba
con los ojos en blanco y la boca abierta.
Y así, dentro de esa dolorosa
niebla, fueron juntos a pasar un fin de semana a la nieve. Él lleno de
sospechas, ella de sonrisas; él tomando alguna aspirina con un vaso leche para
el dolor de cabeza, ella vestida siempre de blanco como una novia atlética,
cuando esquiaba, o simplemente como una novia en su propia fiesta. La niebla
crecía, no lograba ver los detalles, descubrir las formas, encontrar los
recuerdos; los trozos de papel del anónimo flotaban y estaban sobre todas las
cosas.
Hasta que él, incapaz de soportar
más la presión, puso el rojo usando el blanco y suave cuerpo de ella como
paleta.
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