Se había ganado
el respeto por dejarse la piel y controlar hasta el último detalle. Nunca puso
reparo alguno en echar todas las horas que hicieran falta, en asumir que el
trabajo era lo único importante, en prescindir de novias, compromisos, hijos,
ocios, vacaciones o viajes. Sin embargo todo llega, hace unos meses le
prejubilaron; él, como siempre, lo había visto venir y sabía que no obtendría
un mejor trato.
Supuso entonces que sentiría un
vacío, que la soledad y las horas le aplastasen, lo asumió como inevitable;
pero lo que no vio venir es que, al resolver la herencia de su padre,
descubriera que poseía un pequeño terreno y una casa en ese pueblo que no
visitaba desde la niñez y que Vera, la única niña que acompañó al río en el
verano, se hubiese quedado viuda, y le recordase, y le abordase, y le ayudase a
mudarse, y estuvieran durmiendo juntos desde el primer día, piel con piel, ni
tarde ni nunca, en el momento simplemente adecuado.
(microrrelato para una propuesta de Esta noche te cuento, esta)
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