Cuando me lo encontré en aquel carromato,
arcano y vetusto, pincelando la explanada donde yo paseaba a mi perra sus
gestos me recordaron a alguien… imposible, me dije, ¡vaya una tontería! No
estaba solo y hablaban de forma rara… y entonces su voz despejó todas
mis dudas; me trajo una bata blanca, una pizarra verde y diversas
cuestiones existenciales… ¡Cómo es posible que sea mi profe de filosofía, si
hace años que debería de estar muerto!
“¡Vivir! sin que el tiempo me acose, mucho
menos llevarlo en mi muñeca. Estrenar una luna cada noche al acostarme.
Romper con los atavismos” me contestó cuando curioseaba por su vida. Don
Teófilo hablaba, yo cerraba los ojos, y todo volvía; me sentaba de nuevo en mi
pupitre.
Una tarde vinieron a buscarle… y al cabo
de unos días nos lo devolvieron, más feliz y fiel a sus lunas que nunca, a su
cielo sin paredes, también, al indolente invierno que nos acechaba.
Pero llegó una nívea y reluciente mañana y
don Teófilo la eligió para marcharse. Lo hizo en su carromato, y de nuevo
volvieron… y se los llevaron y nos dejaron sin cielo y sin nubes, y la
explanada quedó para siempre desamparada de colores. En su lugar abandonaron lo
único rastrero que poseía, su inseparable carrito a cuadros repleto de miríadas
de cosas hermosas. Al anochecer lo enterré en ese mismo sitio. Don Teófilo era
inmensamente rico, dejó una sustanciosa fortuna; ninguna tangible…
Autor:
Rosy Val
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