Era una ciudad grande, gris y fría. Los hombres que la
habitaban recorrían sus calles aprisa, como huyéndose, silenciosos y
cabizbajos. El cielo permanentemente encapotado y, bajo él, una nube de denso
silencio. A veces, muy de vez en cuando, caía una lluvia fina y sucia, como una
baba, que, lejos de lavarlo todo, manchaba la realidad con el color del cieno.
Y, sin embargo, esa lluvia era lo mejor de aquel
mundo. Al cabo de unos minutos de iniciarse, ellos se paraban absortos y
perplejos junto a un charco, luciendo una mueca que quizás era una sonrisa, y
empezaban a perseguir con la mirada el reflejo negro de las nubes.
Por suerte salió el sol, tampoco nunca vieron la
sombra efímera de un arcoíris, aquellos hombres habrían muerto deslumbrados y
la ciudad se habría quedado tan vacía y silenciosa como siempre.
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