7 de junio de 2019

Rutinas

Era un hombre organizado. Ella siempre había dicho que demasiado.
A las ocho, una ducha y el desayuno. Media hora más tarde, salir de casa. A las nueve, un “buenos días” en la oficina. A las once, una llamada telefónica, un “no volverá a ocurrir, lo sabes”. A eso de las dos, un mensaje más, un “perdóname, sabes que te quiero”. Después de comer, a las cuatro, vuelta al trabajo y un correo electrónico antes de las reuniones de la tarde. A las ocho, dejar el despacho, un “adiós, hasta mañana”; para, en torno a la medianoche, meterse deprisa en la cama sin explorar el otro lado, como cuando vivían juntos.
Solo había dos pequeñas cosas que no acababan de encajar en su nueva vida, a las que no sabía cómo enfrentarse: el contestador del teléfono y el correo electrónico, saturados de mensajes que nadie escucharía o leería.

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