El hombre yacía sobre el camastro,
cubierto de heridas y moratones; su cuerpo no iba a resistir. Le habían
aconsejado que esquivase todo contacto, incluso el visual, y fue al bajar los
ojos cuando descubrió el pequeño papel. Lo cogió y en la fotografía, pues de
eso se trataba, encontró una versión joven del varón que yacía junto a él al
lado de una mujer y un pequeño lactante.
La
visión lo hirió. Evitaban los niños, examinaban solo hombres y mujeres adultos,
nada más; pero había visto la imagen y era demasiado tarde. Miró al moribundo,
posó sus tres dedos verdes y cartilaginosos en el lugar donde estaba su
cerebro, se concentró y dejó que sus sentimientos, miedos y esperanzas
avanzasen por su tentáculo hasta inundarle, quemándole, y supo qué era lo
correcto hacer.
No
mucho tiempo después su civilización dejó de visitar el planeta que tanta
curiosidad les había despertado; aunque siempre hubo quienes querían seguir con
el estudio de los humanos, los mismos
que desde hace no tanto vuelven a estar al mando y sin mayores retrasos
retomarán las extracciones y los ensayos.
No hace falta que vengan de fuera y sean verdes. Ya nos encargamos solitos de hacerlo. Triste y muy real tu relato.
ResponderEliminarBesicos muchos.
Qué comentario más triste y cuánta verdad.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminar